*WARNING: This blog is intended for a mature audience. Its contents may include adult situations, violence and sensitive issues that some people might find disturbing. Please read at your own discretion.

7 October 2013

Unos Ojos marrones: Capítulo 07

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*ADVERTENCIA: Este capítulo contiene elementos que pueden herir la sensibilidad.

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Hoy iba a llover. A Claire siempre le dolían los brazos cuando llovía. Desde aquel día, hace casi nueve años.


Durante toda la mañana, había sentido en los brazos aquellas punzadas que le eran tan familiares. Justo iba a peinarse cuando un dolor agudo en el hombro la hizo retorcerse.


La cicatriz de su vientre era la que más le molestaba, lo que no resultaba extraño, pues los recuerdos la hacían más dolorosa. Se acordaba de todo perfectamente...


Se acordaba de cómo le subió la fiebre de forma repentina, sin avisar, provocándole un insoportable dolor de cabeza...


Se acordaba de aquel terrible momento en el que se dio cuenta de lo que le pasaba, y se acordaba de lo asustada que se sintió...




Se acordaba del intenso dolor, acompañado por un ataque de náuseas...


Se acordaba del mareo y de cómo fue perdiendo poco a poco el conocimiento...


Se acordaba de toda la sangre que perdió, y de cómo no podía contener las lágrimas...


Y se acordaba de cómo no salió de su habitación durante meses, pasando las horas en la cama, sin apenas comer, con un montón de sentimientos enfrentados...

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A pesar de todo, Claire no quería echar a perder el Domingo, así que terminó de peinarse y se maquilló un poco. Había muchos parques en la ciudad que quería explorar, y ni el dolor ni la lluvia iban a impedírselo. El aire tenía ese ambiente misterioso que suele preceder a la tormenta, y la tenue luz daba a las calles un aspecto melancólico que sedujo a Claire de inmediato, pues era más acorde con su personalidad reservada.


Acababa de llegar al parque cuando se encontró con el Dr. Stuart, que por lo visto también había salido a pasear. Éste se dio cuenta enseguida de su presencia, y la saludó con la mano. Estaba tan atractivo como siempre, impecablemente vestido con un traje de tres piezas. Ya no había modo de evitarle, pero ¿hubiera querido hacerlo? Se alegraba sinceramente de verlo, pero al mismo tiempo se sentía incómoda en su compañía. No estaba acostumbrada a recibir este tipo de atención por parte de un hombre, y algunas veces incluso le resultaba molesta su amabilidad, pues no sabía qué esperaba él a cambio. Pero, por otro lado, siempre se había mostrado caballeroso con ella; quizá podía confíar en él, después de todo.


Se acercó a ella, y se inclinó levemente. -¡Qué coincidencia, Sra. Parker! ¿Viene por aquí a menudo?

-No, es la primera vez que vengo.

-Entonces, mucho me temo que no ha escogido un buen día.- Dijo, y le echó un vistazo al cielo, que amenazaba tormenta. -Hay una bonita cafetería al otro lado de la calle, ¿me permitiría invitarla a una taza de té?

Claire presintió que probablemente aquello no era del todo buena idea, pero aceptó su invitación. Disfrutaba de su nuevo estilo de vida más de lo que hubiera imaginado, y por una vez, estaba decidida a experimentar todo lo que la vida pudiera ofrecerle, incluso algo tan insignificante como compartir una bebida caliente con un, podría decirse así, nuevo amigo.


Tuvieron suerte de llegar a la cafetería antes de que arreciara, así que no había una verdadera necesidad de apresurarse. Sin embargo, Claire se dio cuenta de que se estaba sujetando al brazo del Dr. Stuart más de lo estrictamente imprescindible.


El local, de aspecto íntimo, estaba decorado con buen gusto; los manteles eran de lino y había una moqueta en el suelo. Tomaron asiento en una mesa vacía y comenzaron a hablar mientras esperaban a que les atendieran.

-El otro día en casa de mi hermana tocó de maravilla. ¿De verdad compuso usted misma esa pieza?- El Dr. Stuart parecía querer halagarla con su pregunta.


-Si.- Contestó, intentando parecer despreocupada. Si él supiera..., ni siquiera estaría aquí hablando con él de no haber sido por su limitada habilidad musical...

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Claire no podía decir que se alegrara de la muerte de su padre, pero tampoco que le apenara. Había sido un padre ausente, y no era tan buena hija como para estimarle más que él a ella. Si hubiera nacido varón... quizá entonces él la hubiera querido más, o al menos un poco. Pero como mujer, no tenía voz sobre cómo vivir su vida; lo decidían todo por ella, y lo único que le dejaban hacer era aceptar con resignación cualquier cosa que le eligieran, incluso si ello la había condenado a una vida miserable.


Tras el funeral, Claire fue a casa de su padre, ahora de su propiedad; al menos en teoría, pues sabía que las cosas no funcionarían así. Él no le había dicho nada (nunca lo hacía) pero estaba segura de que querría vender las propiedades tan pronto como fuera posible, no importaba que debiera ser una decisión de ella. Precisamente por eso había decidido rescatar todo lo que pudiera llevar consigo.

Le resultaba extraño volver a su antigua habitación. En una vida anterior, una chica muy distinta a la de ahora, había disfrutado con todos estos objetos, leído todos los libros de la estantería, y mirado a aquel cuadro con el unicornio para inventar todo tipo de cuentos de hadas con príncipes azules. Pero ya no había manera de encontrar a aquella muchacha ingenua y vital; escasamente recordaba lo que sentía aquella niña. En cualquier caso, no había venido aquí para rememorar el pasado. Tenía algo que hacer, así que comenzó a remover en los cajones de la cómoda. Pero lo que encontró fue algo que ella no había puesto.


¿Por qué a su padre nunca se le había ocurrido entregarle aquellas cartas? Estaba convencida de que no había pensado que fueran lo bastante importantes como para enviárselas. ¿Tan insignificante era ella que ni siquiera se le permitía el pequeño placer de cartearse con una amiga? Todos esos años simplemente había supuesto que Ethel la había olvidado, y ahora descubría que, por el contrario, ésta le había escrito durante meses, sin importarle no recibir respuesta.

Semanas después de encontrar las cartas, Claire seguía pensando en ellas. Estaban llenas de chiquilladas, pero encontrarlas había significado mucho para ella. Había alguien que la apreciaba, o por lo menos a la persona que fue una vez. ¿Podía volver a ser aquella persona?, no hacía más que preguntarse.


Un día, leyendo su revista de música favorita, un anuncio le llamó la atención. Pasó la página repetidas veces para leerlo en profundidad, mientras una idea comenzaba a tomar forma en su cabeza. Tan concentrada estaba que no escuchó a Eliza llamar a la puerta antes de entrar en la habitación.


-Srta. Claire...- dijo con suavidad la anciana doncella. A Claire se le dibujaba una sonrisa cada vez que se dirigía a ella como cuando era una niña. -¿Querrá que la ayude a vestirse para la cena? ¿O prefiere que vuelva más tarde?

-Eso puede esperar, tengo algo que decirte. Acabo de leer que va a abrirse una escuela de música, y van a celebrar un concurso de composición; buscan melodías sencillas que ayuden a los futuros estudiantes a aprender los fundamentos. Estoy pensando en inscribirme. No estoy segura de ganar..., pero quizá haya otros concursos...- iba perdiendo confianza conforme hablaba, pero entonces Eliza la animó cogiéndola con suavidad de la mano, un gesto que le resultaba familiar, puesto que las unía un lazo más íntimo del que cabría esperar entre una doncella y su señora.

-¡Oh, si, señorita, hágalo! Ésta es su oportunidad.- Ambas sonrieron.


Comenzó aquella misma tarde, y durante los siguientes tres años participó en todos los concursos que pudo. Se sentaba al piano cada vez que estaba sola, y tocaba durante horas, con una pluma siempre en la mano, hasta que las melodías que le sonaban incesantemente en la cabeza quedaban escritas. Se preguntaba muchas veces si el esfuerzo merecía la pena, o si era mejor aceptar el destino y rendirse. Pero cuando tenía uno de esos momentos, recordaba, gracias a las cartas de Ethel, que al menos había alguien que le había querido lo suficiente para desear que fuera feliz.


Conforme pasaba el tiempo, mejoraban sus habilidades, y con ellas, sus opciones de ganar. Generalmente los premios no eran gran cosa, pero su desesperación la volvió paciente, y todo lo que ganaba, aunque fuera una pequeña cantidad, iba a parar directamente a una cuenta bancaria, propiedad de una tal Claire Parker, en un banco canadiense que tenía una sucursal en Londres.


La última parte del plan fue la más dura, y también la más peligrosa. Vender el piano de su madre era algo que debía hacer si no quería pasarse tres años más con el temor de ser descubierta. A Claire le consoló al menos saber que el comprador fuera un músico profesional que cuidaría del piano.

-Ha sido un placer hacer negocios con usted, señora, le prometo que lo trataré bien.

Todo lo demás ya estaba preparado. Solo tenía que cambiarse de ropa e irse antes de que nadie notara su ausencia.

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La voz del Dr. Stuart trajo a Claire de vuelta al presente. -Parece que se maneja usted muy bien con los niños. Mis sobrinas la adoran.- ¿Le estaba haciendo otro cumplido? -¿No tiene hijos?, si me permite la pregunta. Seguro que será una madre excelente algún día.


Claire se sintió palidecer, y se le secaron los labios. -No..., no tengo. Y no, no lo seré.

-No sea tan dura consigo misma. Seguro que será una buena madre. ¿O es que no tiene intención de volver a casarse? No debería renunciar a ello siendo tan joven.


Justo entonces, llegó el camarero con su pedido, y Claire se puso a servir la bebida, en un intento fallido por tranquilizarse, y ganar algo de tiempo. Sabía que él esperaba una respuesta, pero no podía evitar que le temblaran las manos. -No hay ninguna posibilidad de que vuelva a casarme. No al menos hasta que...- Finalmente logró llenar la taza. -Aquí tiene su té.- Dijo ofreciéndosela.


-¿Se encuentra bien, Sra. Parker? ¿He dicho algo inapropiado? Lo lamento mucho, no era mi intención traerle malos recuerdos.- Parecía preocupado de verdad, pero en ese momento probó el té, y Claire pudo ver cómo fruncía el ceño por algún motivo.


-Puag, me temo que olvidé comentarle que siempre tomo el té con leche, pero sin azúcar.


Era el fin. Si todavía le quedaba algo de color en las mejillas, éste desapareció por completo. Se preparó para lo peor, y de pronto el mantel se convirtió en algo terriblemente interesante en lo que fijarse, e intentó no mirarle. Entonces cayó en la cuenta de que tal vez eso no fuera lo mejor, y levantó la vista. Era posible que si se disculpaba, no sería tan duro con ella. -¡Oh, dios mío! Había olvidado lo torpe que puedo llegar a ser... Ni siquiera... se me ocurrió... preguntárselo. Lo..., lo siento mucho.- Tartamudeó. -Por favor, perdóneme. Deje que le pida otra taza.

-Por favor, no exagere. No es nada. Además, ha sido culpa mía, no suya.

Ésa era la última respuesta que esperaba, y se relajó un poco. -¿No... lo es?


Él sonrió con dulzura como única respuesta.



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